La
justicia en el tablero: cuando los reyes son políticos; y también el tablero.
El caso Mexicano.
No se puede salir despedido, porque sí, hacia una
dirección.
Hay que preguntarse cosas.
Hace
algunas semanas, en México, comenzó el proceso para despedir a la carrera
judicial tal como se conocía y poner en jaque la profesionalización burocrática
de la judicatura. Se habla, provocadoramente, de que para juzgar no sería
necesario estudiar. A partir de ahora, jueces federales y locales, de todas las
instancias, no serán seleccionados mediante criterios (supuestos) de idoneidad.
En cambio, serán elegidos por el voto popular, bajo la excusa “vil” de que el
pueblo debe limpiar la corrupción de esta rama del poder público. En una
democracia liberal, la mayoría no necesariamente tiene la razón, solo se le
atribuye el derecho a la equivocación.
El
pasado 11 de septiembre, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), presidente de
México, consiguió una reforma
constitucional que, a menos de un mes de dejar el poder, hará que México sea el único país en el mundo donde
todos sus jueces serán elegidos por el voto popular. Este cambio ocurre en
el marco de una enemistad creciente entre el presidente y la Suprema Corte,
debido a los bloqueos que este poder ha hecho a algunas de sus iniciativas,
como la militarización del país –la participación de las fuerzas armadas en
tareas civiles-, una medida polémica por sus implicancias en los derechos
humanos.
Lo
que (no) llama la atención es que, en nombre de la democracia, los derechos
humanos y la lucha contra la corrupción –cual anticristo en nombre de dios-, se
promueve la demolición de la justicia. Con esta reforma, el poder se concentra
aún más en la figura del presidente, que pasa de comandante en jefe a algo más
cercano a un emperador. Si desaparece el derecho, lo que aparece es el
emperador.
¿Qué
incluye la reforma?
La
reforma plantea la votación de más de 1,600 jueces en comicios extraordinarios
a celebrarse en 2025 y 2027. La ciudadanía podrá elegir a los jueces a partir de
largas listas previamente seleccionadas por el Ejecutivo, el Congreso y la
Suprema Corte. Este proceso terminará con el mandato de todos los jueces
actuales, quienes serán reemplazados por nuevos magistrados. Los ministros de
la Corte ocuparán sus cargos entre 8 y 14 años, según los votos obtenidos,
mientras que los demás magistrados tendrán un mandato de 9 años, con
posibilidad de reelección consecutiva.
Además,
se crean “Comités de Evaluación” (sin saber su composición), destinados a
depurar las preselecciones de los jueces elevados por parte de los tres poderes
-para que luego sí sean expuestas a la ciudadanía-; y el “Tribunal de
Disciplina”, con poder para investigar, sancionar y hasta remover a los
funcionarios que actúen, “a su entender”, contrarios a la ley. Una decisión que
puede representar de “última palabra”, en tanto no existe recurso alguno para
el proceso en cuestión, que vale decir, no es un juicio. Cuando no hay defensa,
la acusación se vuelve condena.
Argumentos
a favor y su refutación
Los
defensores
de la reforma argumentan que existe una oligarquía judicial que
sirve a los intereses de grupos concentrados. También sostienen un concepto
erróneo de democracia, donde lo único que importa es votar. Se comparan con
Estados Unidos, pero de manera simplista y falaz.
La
jurista mexicana, Francisca
Pou Giménez, ha señalado varias diferencias claves con el sistema
estadounidense de elección de jueces. En Estados Unidos, la elección de jueces
no aplica a la judicatura federal, y en muchos estados ni siquiera a las
instancias más altas. Además, los jueces no se eligen de listas (con cientos de
nombres), sino por distritos uninominales; un sistema que se caracteriza por
tener dentro de sus ventajas, el conocimiento (más pleno) del representante por
un vínculo más estrecho con esa porción de la sociedad (soberana) delimitada en
un territorio. Ello, resulta lógica, en tanto un juez decide sobre
reconocimientos o negaciones de derechos para con una persona o grupo de
personas.
También
(en EE.UU.) se elige a los fiscales, pieza clave para el buen funcionamiento
del sistema judicial, cosa que en México no se contempla.
Se
introduce la posibilidad del anonimato de jueces en casos relacionados con el
narcotráfico, una medida que recuerda a los jueces sin rostro del gobierno de
Fujimori en Perú. Con esto, la reforma mexicana, en lugar de democratizar,
podría abrir las puertas a que el crimen organizado infiltre el sistema
judicial.
Otra
diferencia crucial es que en el sistema judicial local de los EE.UU., el poder
de un juez está limitado básicamente a desplegar una función meramente arbitral.
Ello se debe a un procedimiento adversarial y de juicio por jurados; lo que
vuelve casi irrelevante su elección popular. Muy distinto a lo que sucede en
México o en la Argentina.
La
democracia no solo es elección, también (y sobre todo) es control
Cierta izquierda latinoamericana nos ha
querido convencer que una buena calidad democrática se logra con más elecciones
y para más cargos. Esto no es cierto, y debe ser enfáticamente rechazado. La
democracia no se reduce al hecho de ir a votar solos, en un cuarto oscuro,
aislado de todo y todos. Democracia, es participación ciudadana entre elección
y elección. Es discusión, dialogo y enojo. Es contar con suficientes medios,
como para que nadie, tras ser elegido, pueda decirnos: “ahora que me votaste,
yo te voy a decir que hacer”; ridiculizando al otro -a nosotros-, que no puede
escapar de un sistema que lo encarcela.
En este sentido, ante la falta de legitimación
del poder judicial en América Latina, se los busca legitimar por el único modo
que parece existir: el voto. Será peor, porque los elegidos cargaran en sus
espaldas la voluntad popular, y ante cualquier crítica, se excusaran con ella.
La democracia como escudo, no “dé”, sino, del poder.
Un dato de color, es la encuesta de World
Justice Proyect del año
2023, donde se refleja que en 18 de los 23 países de América Latina y el
Caribe, la mayoría de las personas
considera que los altos cargos del poder ejecutivo están trabajando para
debilitar, influir o desobedecer al poder judicial; y al menos dos
tercios de las personas en Ecuador, Argentina y Brasil sostienen cada una de
estas creencias.
La pregunta a hacerse entonces es: ¿por qué no
cambiar lo que importa para que el ciudadano de a pie deje de sentir a la
justicia como un poder distante y lejano? Lo que llame, bajo una idea
metafórica, la justicia como un cañón apuntando al cielo en los techos de los
tribunales.
El jurista Roberto Gargarella, en su obra “Recuperar
el lugar del pueblo en la Constitución”, nos menciona una de las
medidas que irían en ese sentido. La reforma constitucional de Costa Rica en el
año 1989 (ej.), permitió que cualquier persona pueda abrir un “caso” ante una
nueva Sala del Tribunal Superior –Sala IV-, sin necesidad de recurrir a un
abogado; de pagar tasas; de apegarse a reglas rigurosas y preestablecidas. La
presentación puede ser a cualquier hora del día, en cualquier soporte y en
cualquier lengua. Los resultados de los cambios fueron veloces y
extraordinarios. En nuestro país, la designación del defensor del pueblo,
creado por la constitución del 1994 y vacante desde el 2009, sería otro simple
ejemplo.
Cuando
desaparece el derecho aparece el emperador
Montesquieu, en el siglo XVIII, entendió que
todo organismo lleva en sí mismo un instinto de grandeza, y que ese instinto es
tan fuerte, que puede sacrificar su propia existencia. Su preocupación fue
entonces, evitar la destrucción del Estado y de sus ciudadanos. La invención
institucional, fue la división del poder, oponiéndose uno a otro, garantizando
de este modo la libertad de los individuos; con una relevancia total en la
figura de “la ley”.
A finales del siglo XIX, las constituciones de
EE.UU (1787) y de Francia (1789), asientan en sus textos el principio de la
separación de poderes. La constitución convertida en una máquina de
empoderamiento del pueblo.
Desde el año 1803, la Corte Suprema de los
EE.UU. con el famoso fallo Marbury vs, Madison, se atribuyó ser el último
garante de la constitución nacional con lo que se conoce como control de
constitucionalidad. De allí la pregunta que surge es: ¿cómo el poder menos
democrático –por su forma de elección- puede torcer el brazo (invalidar una
ley) al poder más democrático –el órgano legislativo-? La respuesta dada por
Hamilton, en el federalista del 78, fue que en realidad, la voluntad del pueblo
no yace en el congreso, sino en la Constitución, que es el primer contrato
social.
Se empieza a diagramar la idea del
“constitucionalismo” enfrentado a la “democracia”; en donde al poder judicial
le “cabria” la tarea de proteger a las minorías a través del derecho, por un
eventual avasallamiento de las mayorías a través de la política. Así, la
justicia se presenta bajo el velo de la “razón”, distanciada de la “pasiones” propias
de los órganos representativos.
Aunque este planteo es criticable, no es la
intención de este texto discutirlo. Lo que busco hacer notar, es que la noción
central del derecho, tal como lo diría el Jurista Chileno Fernando Atria, es
ser un creador de espacios artificiales de “imparcialidad”, donde la
constitución es un objeto que carece de moral. Tanto así, que si la
interpretación de ese objeto es de los jueces, por lógica, estos deberían estar
más cerca de ese objeto y más alejados de los sujetos (que gozan de moral).
El poder judicial representa a la sociedad,
pero con la intermediación de una constitución que establece que el poder está
en todos, y no en ninguno. La justicia, en este sentido, es el tablero, es
decir, las reglas del juego.
Conclusión
Quisiera mencionar dos
hechos que guardan una sintonía similar con la reforma tratada anteriormente.
Una de ellas, es el intento (fallido) en la Argentina, en el año 2013, de
elegir a los miembros del
Consejo de la Magistratura mediante el voto popular, bajo la denominación
rimbombante de “democratizar la justicia”. La otra, se concretó y fue la
reforma en el año 2009 de la constitución de Bolivia que permite votar a 26
jueces de los principales cargos judiciales.
Con respecto a esto
último, la pregunta lógica a hacerse es: ¿se siente ahora la sociedad boliviana
más cercana a la justicia, y viceversa?
Para responder,
tomare como ejemplo un caso
paradigmático. En el año 2016, Evo Morales pierde el referéndum que
le hubiese permitido reformar la constitución y postularse a un cuarto mandato
presidencial. Ante esta derrota, el oficialismo acude al Tribunal
Constitucional Plurinacional (TCP) argumentando que la limitación
constitucional a la reelección, viola (extrañamente) derechos reconocidos en la
Convención Americana sobre Derechos Humanos (CADH). El TCP –integrado por jueces
elegidos por el voto popular- acepta dicho razonamiento, y abre la posibilidad
de un cuarto periodo por parte de Evo Morales.
La Sentencia
Constitucional Plurinacional 84/2017, nos demuestra que el gobierno de turno de Bolivia no necesito convencer a la sociedad para reformar
la constitución; solo se limitó a pedirles un favor a aquellos jueces que
habían sido pre seleccionados por el propio oficialismo para ocupar esos cargos
tiempo atrás. Jueces sordos a la voz ciudadana expresada en un referéndum, pero
agudos a la voz del poder.
Los riesgos de que
algo similar sucede en México son muy elevados cuando las reformas se piensan
del poder, por el poder y para el poder. Se invoca lo mejor para hacer lo peor.
Los reyes son políticos, y también buscan que el tablero lo sea.
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