jueves, 31 de julio de 2025

Presupuesto prorrogado, constitución suspendida

 



Ante la pregunta de cómo funciona la economía —especialmente para quienes no tienen formación en la materia—, la Constitución Nacional puede ofrecernos algunas señales importantes.

Si consideramos que uno de los criterios para evaluar el éxito económico de un país es la manera en que se toman las decisiones públicas —en particular, cómo se obtienen y utilizan los siempre escasos recursos del Estado—, podemos empezar a construir una respuesta más clara.

En la Argentina se gobierna, desde hace dos años, sin un presupuesto aprobado por el Congreso. Esto implica una mayor discrecionalidad en el manejo de los fondos públicos por parte del Poder Ejecutivo, es decir, del Presidente de la Nación. Entre muchas consecuencias, esto conlleva el atraso en partidas presupuestarias que no se actualizan por inflación y cuya asignación queda enteramente sujeta a criterio presidencial. Según datos de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), los fondos destinados a Educación, Cultura y Promoción y Asistencia Social sufrirían una reducción del 30 %, mientras que el área de Inteligencia incrementaría su presupuesto en un 67 %.

Además, se debilita la posibilidad de seguimiento y fiscalización en la ejecución de esas partidas, lo que vulnera estándares mínimos de transparencia y limita el control ciudadano, principio esencial del sistema republicano: la publicidad de los actos de gobierno.

Bajo el supuesto de que una sola persona es más susceptible a influencias externas que un colectivo amplio —por ejemplo, trescientas personas—, se entiende por qué la Constitución Nacional otorga al Congreso amplias atribuciones, al tiempo que lo obliga a legislar sobre ciertas materias y prohíbe, como regla general, delegar en el Poder Ejecutivo la emisión de normas de carácter legislativo (art. 76 CN).

Por ello, es función de los poderes legislativos —en sus distintos niveles: nacional, provincial y municipal— sancionar anualmente el presupuesto general de gastos y el cálculo de recursos, conforme al programa general de gobierno. Así lo establece el artículo 75, inciso 8, de nuestra Constitución.

Sin embargo, por falta de voluntad de dialogo y una iniciativa mediocre siempre tendiente al conflicto, Argentina sigue utilizando el presupuesto del año 2023. El último presupuesto aprobado por el Congreso corresponde a 2022, cuando el presidente aún era Alberto Fernández.

Para el año 2024, el presupuesto fue prorrogado mediante un decreto del Poder Ejecutivo, en base a la Ley de Administración Financiera, cuyo artículo 27 establece que, ante la ausencia de un presupuesto aprobado al inicio del año, continúa vigente el del período anterior. No obstante, este año volvió a prorrogarse el mismo presupuesto por segunda vez consecutiva, un hecho inédito en la historia argentina. En los últimos quince años, este mecanismo también fue utilizado en 2011, 2020 y 2022, pero nunca de forma continuada durante dos años.

Dado que la ley no contempla la posibilidad de una segunda prórroga, se abre el debate: ¿fue legal esta decisión? ¿Se podría repetir en el futuro? Quienes opinan afirmativamente apelan a un principio básico del derecho constitucional: todo lo que no está expresamente prohibido, está permitido. Sin embargo, esta visión desconoce el sentido mismo del constitucionalismo. Incluso su versión más mínima se funda en proteger los derechos de los individuos frente al poder estatal. Por tanto, este “permiso” implícito jamás puede interpretarse en favor del Estado, sino siempre del ciudadano. Esta lectura es profundamente errónea y peligrosa.

Por el contrario, aquellos que están en contra, se posicionan en el lugar de un constitucionalismo con requerimientos democráticos. Si como dijimos, es el congreso el encargado de aprobar el presupuesto, referenciada como la ley de leyes, es porque nuestra constitución busca que la mayor cantidad de actores se pongan de acuerdo en base a una discusión razonable, sobre un tema que lo considera por de más relevante.

El ideal democrático —una conversación entre iguales— se reduce en nuestra constitución bajo sistema representativo, donde a los representantes se les permite, prohíbe u obliga a actuar de cierto modo en determinadas circunstancias. Cuando la Constitución exige mayorías agravadas para tomar ciertas decisiones —como sucede, por ejemplo, con la designación de jueces de la Corte Suprema—, está indicando que se requieren altos niveles de consenso. El foco está en el procedimiento, y quienes valoramos este enfoque solemos recordar el ejemplo de John Rawls: quien corta la torta debe servirse al final. Esa es la forma de hacer que el acto sea lo más justo posible.

Todo esto ocurre en un contexto político alarmante. Hace apenas unos meses, el Poder Ejecutivo intentó designar por decreto —sin acuerdo del Senado— a dos jueces para integrar el máximo tribunal del país. Alegó, absurdamente, que el artículo 99, inciso 19, de la Constitución le otorga la facultad de cubrir vacantes durante el receso parlamentario. De haberse consolidado esta maniobra, habría abierto la posibilidad de que el Ejecutivo, cada año durante el receso legislativo, nombrara jueces de la Corte Suprema, el órgano encargado precisamente de controlar su poder.

El actual gobierno nacional ha demostrado que no le interesa discutir con lo que despectivamente llama “nido de ratas”. Ha hecho una renuncia explícita al Congreso. No le interesa gobernar con presupuesto porque eso implicaría someterse a la Constitución, respetar la división de poderes y sostener una vida democrática. Su camino ha sido, en cambio, la concentración del poder y el uso sistemático de la represión.

Como decía Alberdi, la Constitución es la carta de navegación de nuestro país. Y dentro de ella, el presupuesto es una ley fundamental.

Cuando la política afecta los procedimientos o las reglas del juego democrático, la interpretación debe ser rigurosa, observada con la máxima sospecha y bajo la presunción de inconstitucionalidad. Como decía Giovanni Gortari: “Lo que la democracia es, no puede estar separado de lo que la democracia debe ser”.

Prorrogar por decreto, por segundo año consecutivo, el presupuesto nacional fue inconstitucional. Y lo seguirá siendo.




domingo, 13 de julio de 2025

Justicia

Si la justicia exige dinero, no es justicia; entonces, la justicia no existe. Si querés que la justicia exista —porque por alguna razón extraña escalás hacia el futuro, hacia el idealismo— una opción es ser abogado. La profesión implica convertirse en la puerta de acceso a la justicia. Los abogados, como en cualquier otra labor, cobran por hacer su trabajo. Si existe una razón pública, en teoría deberían llevar el caso de forma gratuita, aunque en la práctica esto no sucede.

No es culpa del abogado; es culpa de la doble naturaleza implícita que convierte a la persona en sujeto de derecho y, al mismo tiempo, en cliente. Si la persona no tiene dinero, sigue siendo un sujeto de derecho, pero ya no es un cliente, lo que genera la dificultad mencionada sobre la justicia y su ausencia.

Sucede que el abogado es solo una pieza de esta gran maquinaria y, a pesar de las buenas voluntades, lo más probable es que no alcance con su mera intervención.

Digo: si por alguna razón extraña tu padre, tu madre o algún docente loco te metió en la cabeza que la justicia es un ideal, y por eso elegiste ser abogado, lo que te recomiendo —aunque no sea un consejo— es que busques sujetos de derecho que, a la vez, sean clientes. Cuanto mejores clientes, mejor. Cuanto mejor abogado seas —técnica y éticamente—, mejor.

Y como a esta altura ya sabemos que la justicia no existe, lo que podés hacer con el dinero de esos buenos clientes es armar una fundación que incorpore abogados juniors con una retribución acorde, para que puedan asumir patrocinios gratuitos. Aunque también es probable que no alcance, esa probabilidad se reduce porque ya no sos uno solo.

Ser más de uno es política. Por eso, lo personal no es político. Cuando uno quiere hacer algo, simplemente, tiene que hacerlo.

Desde el lugar de Krishnamurti, un ideal como la justicia lo único que hace en vos es limitarte con una construcción conceptual que te atrapa y no te permite ser libre. Pero sabemos que nadie lo es Y esta es la mejor forma de no serlo. 

martes, 1 de julio de 2025

La abstención como síntoma de un cuerpo social a punto de morir

 


Cuando el voto se debilita, el Estado se demoniza y la desigualdad se consolida. Algo está dejando de latir.

El contractualismo nos ayuda a responder dos preguntas básicas de toda teoría moral: (1) ¿qué nos exige la moral? y (2) ¿por qué debemos obedecer ciertas reglas? La primera se responde así: la moral nos exige cumplir aquello que nos comprometimos a cumplir. Y la segunda, simplemente, indica que obedecemos ciertas reglas porque nos comprometimos a ello.

Lo interesante de este enfoque es que llevó a la Ilustración a ocupar ese gran vacío dejado por la religión en su explicación sobre la cuestión moral. La autoridad ya no se justifica mediante un mandato divino, sino mediante un mandato social: un mandato de individuos. Es decir, a los dioses los reemplazamos nosotros, con nuestra creación; una creación humana, y no no humana. Esa creación es un contrato, y ese contrato es el Estado.

Para ser más claro: el Estado nacional es un contrato que está delimitado en un territorio determinado. Aunque un contrato es algo más elevado que el Estado, y por lo tanto, lo fundamenta. Por encima del Estado está el contrato de un sistema democrático constitucional, y por encima de éste, otro contrato: el de los principios morales de la modernidad.

La vida del Estado, o de ese contrato —como se lo quiera llamar—, puede variar significativamente. El criterio fundamental de esa variación es el nivel de racionalidad de cada uno de sus participantes; racionalidad que, a su vez, está condicionada por el nivel de información relevante que posean esos integrantes. Cuanto menor es el nivel de racionalidad, menor es también el nivel de motivación.

Si el número de integrantes de ese contrato se muestra cada vez menos motivado a pertenecer a él, estamos ante una imperfección creciente del modelo de vida del Estado actual.

A modo de ejemplo, en lo que va del año, las últimas elecciones muestran cifras elocuentes: en la ciudad de Buenos Aires, la participación fue del 53,3%; en la provincia de Santa Fe, del 55%; en Chaco, del 52%; en Salta, del 59%; y en San Luis, del 60%.

Misiones, cuya novela eleccionaria estuvo atravesada por un intento de proscripción y una denuncia de fraude por falta de boletas de un partido en la localidad de Eldorado, no fue la excepción a esta tendencia nacional. Con apenas un 55,4 % de participación electoral, ni siquiera logró superar los números registrados en 2021 durante la pandemia, en una elección que también fue intermedia.

En este sentido, el fenómeno que se nos presenta es preocupante, ya que estamos a pocos votos de ni siquiera superar la mitad del padrón electoral; es decir, de no poder legitimar ni siquiera una noción mínima de democracia, al no alcanzar la mayoría de las voluntades. Una hipótesis a esgrimir es que, cuando la oferta electoral no estimula, la abstención es la consecuencia.

Los encargados de esa oferta —como un supermercado llenando la góndola con productos— son los ya inexistentes partidos políticos. Instituciones —como tantas otras— que actualmente financiamos solo para generar un desorden de ideas. Pero, al parecer, el problema no es solo la calidad de los productos en la góndola: el problema es la edificación misma del supermercado.

Estos datos muestran que estamos dejando de lado el derecho político por antonomasia, aquel que, además, fundamenta el derecho a la igualdad —una persona, un voto— y por el cual tantos y tantas han luchado y se han sacrificado.

Esto abre una pregunta fundamental: ¿los integrantes del contrato lo han abandonado porque (1) están motivados únicamente por el auto-interés y no se orientan a obtener reglas imparciales —entendiendo que cuanta mayor participación de los afectados, mayor imparcialidad en la toma de decisiones— o porque (2) no creen que ese mecanismo sea adecuado para alcanzar dichas reglas?

El sufragio ha sido presentado como el máximo logro alcanzado, bajo la idea reducida de que democracia equivale a votar. Cuando, en realidad, una democracia con sustento constitucional es todo lo que sucede entre acto y acto eleccionario.

Lo ocurrido hace unas semanas en México —la supuesta democratización del Poder Judicial a través de la elección directa de jueces— es un ejemplo claro. ¿Qué clase de democratización puede haber si no existe ninguna capacidad de control ciudadano sobre los jueces electos, ni existió previamente ningún filtro ciudadano para determinar su candidatura? Además, se trató de una reforma impulsada por un solo poder del Estado: un poder constituido que busca instigar al poder constituyente.

En cualquiera de los casos, se nos presenta un problema. Y eso debería despertarnos una sensación de alerta, de necesidad de búsqueda de soluciones. Apropiarnos de una ética kafkiana que nos exija actuar de tal manera que los ángeles siempre estén despiertos.

Cuando se trata de enfrentar un problema, lo primero que debemos hacer es identificarlo. El historiador holandés Rutger Bregman, en su libro Utopía para realistas, lo explica muy bien en un pasaje. Afirma que, si hay una institución capaz de cambiar el curso de la historia, esa es la escuela. Sin embargo, lejos de asumir ese rol transformador, los grandes debates sobre educación están centrados en el formato. Se ha convertido en un medio de adaptación y flexibilidad para la vida. El foco se pone en la didáctica, no en los ideales; en la competencia, no en los valores.

Nos capacitan para resolver problemas, pero no para pensar qué problemas vale la pena resolver. Somos meros seguidores de tendencias, cuando en realidad deberíamos ser quienes las crean. Porque es nuestra competencia —la de la sociedad— determinar qué es lo que verdaderamente tiene valor.

Eric Fromm, en su libro El miedo a la libertad, sostiene que el hombre moderno, liberado de los lazos de la sociedad preindividualista, no ha alcanzado la libertad en un sentido positivo, es decir, como desarrollo de su potencial intelectual y emocional. Si bien esa libertad le ha brindado racionalidad e independencia, también lo ha aislado, volviéndolo impotente y ansioso. Ese aislamiento le resulta insoportable, y ante esa incomodidad puede optar entre luchar por realizar su libertad positiva o renunciar a la responsabilidad que conlleva. Y cuando renuncia, lo hace siempre en favor de la sumisión, de la dependencia, del totalitarismo.

Hace unos días, el presidente Javier Milei afirmó abiertamente su crueldad hacia los gastadores, los empleados públicos y los estatistas, y acusó a la oposición de ser “parásitos mentales”. A esto se suman sus constantes embestidas contra los medios de comunicación y las universidades públicas, instituciones fundamentales de toda democracia liberal.

Un informe del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) reveló que en Argentina el 10% de la población concentra el 59% de la riqueza del país, mientras que, como contracara, el 50% de los argentinos posee apenas el 4%. Asimismo, el informe señala que Argentina encabeza el ranking de países más endeudados con el Fondo Monetario Internacional (FMI), con una deuda que asciende a 63.986 millones de dólares. Le sigue Ucrania, con un compromiso de 15.000 millones; una cifra cuatro veces menor.

En nuestro país, existe una élite que ha capturado el Estado mientras habla mal de él. Es un nivel de irracionalidad alarmante, una irracionalidad que contribuye directamente a la falta de motivación para participar políticamente.

Cuantos más sean los ciudadanos sin derechos, mayor será el nivel de abstención en los actos eleccionarios. Y esto es grave, precisamente porque el problema es complejo, lo que —por lógica— nos indica que la solución también lo será. Una complejidad que se refiere a la necesidad de considerar múltiples factores, imposibilitando su comprensión en términos de simplificación o reducción.

Lo interesante, sin embargo, es que para alcanzar esa solución se requiere una mayor participación de los integrantes del contrato social.

Estamos presenciando un cuerpo social que está a punto de morir, pero que todavía no ha muerto. Y, por lo tanto, nada nuevo nace.


Al Diario: https://diarioelgobierno.ar/noticia/213-la-abstencion-como-sintoma-de-un-cuerpo-social-a-punto-de-morir

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