Cuando el voto se debilita, el
Estado se demoniza y la desigualdad se consolida. Algo está dejando de latir.
El
contractualismo nos ayuda a responder dos preguntas básicas de toda teoría moral:
(1) ¿qué nos exige la moral? y (2) ¿por qué debemos obedecer ciertas reglas? La
primera se responde así: la moral nos exige cumplir aquello que nos
comprometimos a cumplir. Y la segunda, simplemente, indica que obedecemos
ciertas reglas porque nos comprometimos a ello.
Lo
interesante de este enfoque es que llevó a la Ilustración a ocupar ese gran
vacío dejado por la religión en su explicación sobre la cuestión moral. La
autoridad ya no se justifica mediante un mandato divino, sino mediante un
mandato social: un mandato de individuos. Es decir, a los dioses los
reemplazamos nosotros, con nuestra creación; una creación humana, y no no
humana. Esa creación es un contrato, y ese contrato es el Estado.
Para ser
más claro: el Estado nacional es un contrato que está delimitado en un
territorio determinado. Aunque un contrato es algo más elevado que el Estado, y
por lo tanto, lo fundamenta. Por encima del Estado está el contrato de un
sistema democrático constitucional, y por encima de éste, otro contrato: el de
los principios morales de la modernidad.
La vida
del Estado, o de ese contrato —como se lo quiera llamar—, puede variar
significativamente. El criterio fundamental de esa variación es el nivel de
racionalidad de cada uno de sus participantes; racionalidad que, a su vez, está
condicionada por el nivel de información relevante que posean esos integrantes.
Cuanto menor es el nivel de racionalidad, menor es también el nivel de
motivación.
Si el
número de integrantes de ese contrato se muestra cada vez menos motivado a
pertenecer a él, estamos ante una imperfección creciente del modelo de vida del
Estado actual.
A modo de
ejemplo, en lo que va del año, las últimas elecciones muestran cifras
elocuentes: en la ciudad de Buenos Aires, la participación fue del 53,3%; en la
provincia de Santa Fe, del 55%; en Chaco, del 52%; en Salta, del 59%; y en San
Luis, del 60%.
Misiones,
cuya novela eleccionaria estuvo atravesada por un intento de proscripción y una
denuncia de fraude por falta de boletas de un partido en la localidad de
Eldorado, no fue la excepción a esta tendencia nacional. Con apenas un 55,4 %
de participación electoral, ni siquiera logró superar los números registrados
en 2021 durante la pandemia, en una elección que también fue intermedia.
En este
sentido, el fenómeno que se nos presenta es preocupante, ya que estamos a pocos
votos de ni siquiera superar la mitad del padrón electoral; es decir, de no
poder legitimar ni siquiera una noción mínima de democracia, al no alcanzar la
mayoría de las voluntades. Una hipótesis a esgrimir es que, cuando la oferta
electoral no estimula, la abstención es la consecuencia.
Los
encargados de esa oferta —como un supermercado llenando la góndola con
productos— son los ya inexistentes partidos políticos. Instituciones —como tantas
otras— que actualmente financiamos solo para generar un desorden de ideas.
Pero, al parecer, el problema no es solo la calidad de los productos en la
góndola: el problema es la edificación misma del supermercado.
Estos
datos muestran que estamos dejando de lado el derecho político por antonomasia,
aquel que, además, fundamenta el derecho a la igualdad —una persona, un voto— y
por el cual tantos y tantas han luchado y se han sacrificado.
Esto abre
una pregunta fundamental: ¿los integrantes del contrato lo han abandonado
porque (1) están motivados únicamente por el auto-interés y no se orientan a
obtener reglas imparciales —entendiendo que cuanta mayor participación de los
afectados, mayor imparcialidad en la toma de decisiones— o porque (2) no creen
que ese mecanismo sea adecuado para alcanzar dichas reglas?
El
sufragio ha sido presentado como el máximo logro alcanzado, bajo la idea
reducida de que democracia equivale a votar. Cuando, en realidad, una
democracia con sustento constitucional es todo lo que sucede entre acto
y acto eleccionario.
Lo
ocurrido hace unas semanas en México —la supuesta democratización del Poder
Judicial a través de la elección directa de jueces— es un ejemplo claro. ¿Qué
clase de democratización puede haber si no existe ninguna capacidad de control
ciudadano sobre los jueces electos, ni existió previamente ningún filtro
ciudadano para determinar su candidatura? Además, se trató de una reforma
impulsada por un solo poder del Estado: un poder constituido que busca instigar
al poder constituyente.
En
cualquiera de los casos, se nos presenta un problema. Y eso debería
despertarnos una sensación de alerta, de necesidad de búsqueda de soluciones.
Apropiarnos de una ética kafkiana que nos exija actuar de tal manera que los
ángeles siempre estén despiertos.
Cuando se
trata de enfrentar un problema, lo primero que debemos hacer es identificarlo.
El historiador holandés Rutger Bregman, en su libro Utopía para realistas,
lo explica muy bien en un pasaje. Afirma que, si hay una institución capaz de
cambiar el curso de la historia, esa es la escuela. Sin embargo, lejos de
asumir ese rol transformador, los grandes debates sobre educación están
centrados en el formato. Se ha convertido en un medio de adaptación y
flexibilidad para la vida. El foco se pone en la didáctica, no en los ideales;
en la competencia, no en los valores.
Nos
capacitan para resolver problemas, pero no para pensar qué problemas vale la
pena resolver. Somos meros seguidores de tendencias, cuando en realidad
deberíamos ser quienes las crean. Porque es nuestra competencia —la de la
sociedad— determinar qué es lo que verdaderamente tiene valor.
Eric
Fromm, en su libro El miedo a la libertad, sostiene que el hombre
moderno, liberado de los lazos de la sociedad preindividualista, no ha
alcanzado la libertad en un sentido positivo, es decir, como desarrollo de su
potencial intelectual y emocional. Si bien esa libertad le ha brindado
racionalidad e independencia, también lo ha aislado, volviéndolo impotente y
ansioso. Ese aislamiento le resulta insoportable, y ante esa incomodidad puede
optar entre luchar por realizar su libertad positiva o renunciar a la
responsabilidad que conlleva. Y cuando renuncia, lo hace siempre en favor de la
sumisión, de la dependencia, del totalitarismo.
Hace unos
días, el presidente Javier Milei afirmó abiertamente su crueldad hacia los
gastadores, los empleados públicos y los estatistas, y acusó a la oposición de
ser “parásitos mentales”. A esto se suman sus constantes embestidas contra los
medios de comunicación y las universidades públicas, instituciones
fundamentales de toda democracia liberal.
Un informe
del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG) reveló que en
Argentina el 10% de la población concentra el 59% de la riqueza del país, mientras
que, como contracara, el 50% de los argentinos posee apenas el 4%. Asimismo, el
informe señala que Argentina encabeza el ranking de países más endeudados con
el Fondo Monetario Internacional (FMI), con una deuda que asciende a 63.986
millones de dólares. Le sigue Ucrania, con un compromiso de 15.000 millones;
una cifra cuatro veces menor.
En nuestro
país, existe una élite que ha capturado el Estado mientras habla mal de él. Es
un nivel de irracionalidad alarmante, una irracionalidad que contribuye directamente
a la falta de motivación para participar políticamente.
Cuantos
más sean los ciudadanos sin derechos, mayor será el nivel de abstención en los
actos eleccionarios. Y esto es grave, precisamente porque el problema es
complejo, lo que —por lógica— nos indica que la solución también lo será. Una complejidad que se refiere a la
necesidad de considerar múltiples factores, imposibilitando su comprensión en
términos de simplificación o reducción.
Lo
interesante, sin embargo, es que para alcanzar esa solución se requiere una
mayor participación de los integrantes del contrato social.
Estamos
presenciando un cuerpo social que está a punto de morir, pero que todavía no ha
muerto. Y, por lo tanto, nada nuevo nace.