Ante la pregunta de cómo funciona la economía —especialmente
para quienes no tienen formación en la materia—, la Constitución Nacional puede
ofrecernos algunas señales importantes.
Si consideramos que uno de los criterios para evaluar el
éxito económico de un país es la manera en que se toman las decisiones públicas
—en particular, cómo se obtienen y utilizan los siempre escasos recursos del
Estado—, podemos empezar a construir una respuesta más clara.
En la Argentina se gobierna, desde hace dos años, sin un
presupuesto aprobado por el Congreso. Esto implica una mayor discrecionalidad
en el manejo de los fondos públicos por parte del Poder Ejecutivo, es decir,
del Presidente de la Nación. Entre muchas consecuencias, esto conlleva el
atraso en partidas presupuestarias que no se actualizan por inflación y cuya
asignación queda enteramente sujeta a criterio presidencial. Según datos de la
Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), los fondos destinados a
Educación, Cultura y Promoción y Asistencia Social sufrirían una reducción del
30 %, mientras que el área de Inteligencia incrementaría su presupuesto en un
67 %.
Además, se debilita la posibilidad de seguimiento y
fiscalización en la ejecución de esas partidas, lo que vulnera estándares
mínimos de transparencia y limita el control ciudadano, principio esencial del
sistema republicano: la publicidad de los actos de gobierno.
Bajo el supuesto de que una sola persona es más susceptible
a influencias externas que un colectivo amplio —por ejemplo, trescientas
personas—, se entiende por qué la Constitución Nacional otorga al Congreso
amplias atribuciones, al tiempo que lo obliga a legislar sobre ciertas materias
y prohíbe, como regla general, delegar en el Poder Ejecutivo la emisión de
normas de carácter legislativo (art. 76 CN).
Por ello, es función de los poderes legislativos —en sus
distintos niveles: nacional, provincial y municipal— sancionar anualmente el
presupuesto general de gastos y el cálculo de recursos, conforme al programa
general de gobierno. Así lo establece el artículo 75, inciso 8, de nuestra
Constitución.
Sin
embargo, por falta de voluntad de dialogo y una iniciativa mediocre siempre
tendiente al conflicto, Argentina sigue utilizando el presupuesto del
año 2023. El último presupuesto aprobado por el Congreso corresponde a 2022,
cuando el presidente aún era Alberto Fernández.
Para el año 2024, el presupuesto fue prorrogado mediante un
decreto del Poder Ejecutivo, en base a la Ley de Administración Financiera,
cuyo artículo 27 establece que, ante la ausencia de un presupuesto aprobado al
inicio del año, continúa vigente el del período anterior. No obstante, este año
volvió a prorrogarse el mismo presupuesto por segunda vez consecutiva, un hecho
inédito en la historia argentina. En los últimos quince años, este mecanismo
también fue utilizado en 2011, 2020 y 2022, pero nunca de forma continuada
durante dos años.
Dado que la ley no contempla la posibilidad de una segunda
prórroga, se abre el debate: ¿fue legal esta decisión? ¿Se podría repetir en el
futuro? Quienes opinan afirmativamente apelan a un principio básico del derecho
constitucional: todo lo que no está expresamente prohibido, está permitido. Sin
embargo, esta visión desconoce el sentido mismo del constitucionalismo. Incluso
su versión más mínima se funda en proteger los derechos de los individuos
frente al poder estatal. Por tanto, este “permiso” implícito jamás puede
interpretarse en favor del Estado, sino siempre del ciudadano. Esta lectura es
profundamente errónea y peligrosa.
Por el contrario, aquellos que están en contra, se posicionan
en el lugar de un constitucionalismo con requerimientos democráticos. Si como
dijimos, es el congreso el encargado de aprobar el presupuesto, referenciada
como la ley de leyes, es porque nuestra constitución busca que la mayor
cantidad de actores se pongan de acuerdo en base a una discusión razonable,
sobre un tema que lo considera por de más relevante.
El ideal democrático —una conversación entre iguales— se
reduce en nuestra constitución bajo sistema representativo, donde a los
representantes se les permite, prohíbe u obliga a actuar de cierto modo en
determinadas circunstancias. Cuando la Constitución exige mayorías agravadas
para tomar ciertas decisiones —como sucede, por ejemplo, con la designación de
jueces de la Corte Suprema—, está indicando que se requieren altos niveles de
consenso. El foco está en el procedimiento, y quienes valoramos este enfoque
solemos recordar el ejemplo de John Rawls: quien corta la torta debe
servirse al final. Esa es la forma de hacer que el acto sea lo más justo
posible.
Todo esto ocurre en un contexto político alarmante. Hace
apenas unos meses, el Poder Ejecutivo intentó designar por decreto —sin acuerdo
del Senado— a dos jueces para integrar el máximo tribunal del país. Alegó,
absurdamente, que el artículo 99, inciso 19, de la Constitución le otorga la
facultad de cubrir vacantes durante el receso parlamentario. De haberse
consolidado esta maniobra, habría abierto la posibilidad de que el Ejecutivo,
cada año durante el receso legislativo, nombrara jueces de la Corte Suprema, el
órgano encargado precisamente de controlar su poder.
El actual gobierno nacional ha demostrado que no le interesa
discutir con lo que despectivamente llama “nido de ratas”. Ha hecho una
renuncia explícita al Congreso. No le interesa gobernar con presupuesto porque
eso implicaría someterse a la Constitución, respetar la división de poderes y
sostener una vida democrática. Su camino ha sido, en cambio, la concentración
del poder y el uso sistemático de la represión.
Como decía Alberdi, la Constitución es la carta de
navegación de nuestro país. Y dentro de ella, el presupuesto es una ley
fundamental.
Cuando la política afecta los procedimientos o las reglas
del juego democrático, la interpretación debe ser rigurosa, observada con la
máxima sospecha y bajo la presunción de inconstitucionalidad. Como decía
Giovanni Gortari: “Lo que la democracia es, no puede estar separado de lo
que la democracia debe ser”.
Prorrogar por decreto, por segundo año consecutivo, el
presupuesto nacional fue inconstitucional. Y lo seguirá siendo.