Suelo ser reacio a
marchas, por lo que veo que demasiado a menudo terminan partidizándose, haciendo
del interés que es común a la mayoría de los manifestantes, a los interéses de
unos pocos. Entonces, la protesta se vuelve, otra vez, una paradoja como la
democracia misma, quiero decir, el poder del pueblo que no es del pueblo pero
que tampoco es de la mayoría por que paso a ser de una minoría. Al igual que
cuando tengo que justificar mi voto en blanco para no verme involucrado en la
acción de tal o cual político que al terminar una elección ganada se cuelga la
medalla diciendo: vieron, me votaron, que
poder tengo ahora, aquí me pasa algo parecido. No quiero que me arrastren
los intereses de unos pocos, que engañan, disfrazando sus intereses con los
interéses de muchos.
Pues así es que
evito involucrarme en movilizaciones de algún tipo, a pesar de propiciar en los
diferentes ámbitos que opero, la necesidad de ocupar el espacio público, la
necesidad de un sentido crítico de las cosas, la expresión en libertad plena y
responsable, y todo aquello bajado desde una línea liberal verdadera, es decir “igual
libertad”.
La única
movilización que me llama y que desde hace unos años siempre pongo el cuerpo de
una u otra forma, es el recuerdo del “Nunca más”, celebrado cada 26 de marzo de
todos los años. Ese día, aunque no
marcho, suelo ir a un evento cultural donde se proyecte una película, haya una
obra de teatro conmemorativa o una galería de fotografías alegórica; lo que sea
que me pueda conectar con aquello. El nunca más es un día de recuerdo y de
renovación colectiva, o al menos eso debería ser, de nuestra elección hacia un
sistema que es democrático y constitucional. Dijimos nunca más al autoritarismo
y decidimos como sociedad conversar igualitariamente sobre nuestro destino público.
Lamentablemente, tengo la enorme sensación que esa bandera fue profanada por un
grupo sectario que nuevamente corrió detrás de sus intereses, confundiendo
gobiernos democráticos con dictaduras, división con unidad nacional,
confundiendo décadas, queriéndonos llevar a lo peor de nuestra nación cuando el
recuerdo es sobre lo mejor.
Mi conclusión: mantenerme
distante. Sin embargo, hoy me dije a mi mismo que era necesario participar, no
solo como graduado y docente de una universidad pública, sino también y, sobre
todo, como ciudadano comprometido con una causa que resulto ser lo que
pensaba que era.
La marcha en
defensa de la universidad pública fue mucho más que la defensa a un presupuesto
a asignar. No se trataba solo de recursos físicos, se trataba de una idea que
la sociedad en su mayoría estableció como un valor; la educación pública,
gratuita, inclusiva y de calidad. Se tocó una fibra social que al final de
cuentas demostró trascender diferentes clases sociales, edades y posiciones
políticas. Desde la imagen del taxista alentado desde su ventana, hasta
personas mayores, cuya única relación es la de haber sido graduados, o ser
padres de graduados o de estudiantes actuales. Supimos que aprox. el 80 % de los/as
estudiantes universitarios, son de universidades públicas. Pero aun sin ese
dato, es muy fácil darse cuenta el roce que tiene la universidad pública para
con nuestra vida cotidiana. Todos, sino pasamos personalmente, conocemos a
alguien que haya pasado, aunque sea un corto tiempo por esa institución. Nos
dimos cuenta como argentinos que la universidad pública es parte de nuestra esencia,
nuestra identidad. Hicimos de ella un consenso colectivo que cuando la pusieron
en duda desde el gobierno, respondimos ratificándola con fuertes golpes de soberanía
popular.
Poco a poco, según se
fue desarrollando el día, nos fuimos dando cuenta que inclusive aquellas
personas que hoy están en lugares de decisión, hablo de altos cargos públicos y
privados, comunicadores, grandes académicos, profesionales de excelencia,
habían sido graduados de esa misma universidad pública -tenemos 5 premios
nobeles- hoy criticada. Lo cual de repente, metafóricamente, ya no solo el taxista
alentaba por su ventana sino también el periodista del canal más visto.
Decidimos seguir
sosteniendo la educación pública porque somos herederos de los reformistas del
1918; somos hijos de aquellos que dijeron “Nunca más”, a través de un juicio
legal y legítimo. Hasta ahí llego nuestra unidad, nuestro acuerdo. No fue
suficiente la argumentación del adoctrinamiento, del gasto innecesario, del derroche
malversado.
Por supuesto, siempre
están los que buscan sacar provechos, son los berretas de siempre, lo que ya
dan asco, son esa piedra en el zapato, son esos intereses minoritarios. Aun así,
debemos aprender a convivir con ello porque ya se volvieron parte inevitable del
juego.
Es innegable que debemos
mejorar la educación, asegurar la calidad académica proveniente de la calidad
docente y administrativa, claro que sí. Por supuesto que hay que reforzar las
auditorias llevadas a cabo por la AGN y la SIGEN, bajo el principio de transparencia
y respetando el principio de autonomía universitaria.
Y también, por supuesto,
desde ya, que hay instituciones educativas que tienden desde sus directivos y
altos mandos a adoctrinar y no estimular el sentido crítico que enriquece. Prácticas
como las realizadas por la facultad de periodismo de La Plata son unos ejemplos
de la propaganda que enceguece; pero es la excepción a la regla y debe tratarse
como tal. Son los marginales que no entendieron ni las reformas del 1918 ni el “Nunca
más”. Son los marginales de los que hable más arriba, los que confunden dictadura con
un gobierno elegido, los que confunden liberalismo político con liberalismo
económico.
El día de la marcha
la sociedad se dio una bocanada de aire fresco ciudadano y seguramente muchos y
muchas como yo, que hemos resistido a participar de estas manifestaciones por
lo ya dicho, salimos a la calle, a ese espacio público que nos pertenece, con
un libro en la mano y algunos inclusos con la Constitución, ese gran
compromiso escrito bajo el idioma de la igualdad. Salimos a proclamar que las universidades
publicas ya son parte nuestra, con recuerdos y vivencias grabadas en nuestra
piel, o en nuestro corazón.
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